martes, 28 de junio de 2011

El que lee mucho y anda mucho, ve mucho y sabe mucho.


Fragmentos de una entrevista a Gabriel Garcia Marquez, efectuada por Rita Guiber, para Siete Voces, México. (1974)



[...]García Márquez no se considera un intelectual, sino “un escri­tor que entra precipitadamente a la arena, como un toro, y des­pués ataca”. Para él la literatura es un juego muy sencillo; “en un panorama literario que dominan Rayuela y Paradiso, Cambio de piel y Tres tristes tigres —nos dice Emir Rodríguez Monegal— ­todos trabajos experimentales al límite de la experimentación misma; obras complejas que exigen mucho del lector”, García Márquez, en Cien años de soledad, “con una olímpica indiferen­cia por la técnica exterior se larga a narrar, con increíble veloci­dad y aparente inocencia, una historia absolutamente lineal y cronológica, una historia como las de antes: con su principio, su medio y su fin”. Y, como dijo el mismo García Márquez a Luis Harss, “es tal vez el menos misterioso de todos mis libros porque el autor trata de llevar al lector de la mano para que no se pierda en ningún momento ni quede ningún punto oscuro”. [...]

[...] En la actualidad, García Márquez se puede permitir vivir como un “escritor profesional” con los derechos casi exclusiva­mente ganados con Cien años de soledad —la saga de Macando y los Buendía, que comienza en un mundo “tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo”; un mundo donde vuelan las alfom­bras; resucitan los muertos; una lluvia dura exactamente cuarenta años, once meses y dos días. El primer Buendía pasa sus últi­mos años atado a un castaño de su huerto murmurando en latín; cuando finalmente muere caen del cielo pequeñas flores amarillas; Ursula, su mujer, vive por generaciones y generaciones; Aureliano descubre que la literatura es “el mejor juguete que se había in­ventado para burlarse de la gente”; y según Alfonso, “el día en que los hombres viajen en primera clase y la literatura en el vagón de carga”, “el mundo habrá acabado por joderse”. La cró­nica termina cuando el linaje de los Buendía, después de un esfuerzo familiar de más de cien años tratando de evitar que se cumpla una antigua profecía, llega a su fin cuando de unión in­cestuosa nace un niño con cola de cerdo que es devorado por un ejército de hormigas. Esta saga confirma lo que ya había dicho el autor: “Todo le es permitido a un escritor siempre que sea capaz de hacerlo creer.”
Posdata: Antes de partir de Nueva York, García Márquez, que después de nuestra entrevista quedó viviendo de incógnito en otro hotel de la ciudad, llamó para despedirse y “enviarme un besito como gesto de ternura”. Le pregunté cómo habían pasado las vacaciones neoyorquinas. “Magnífico —dijo—. Mercedes y yo tuvimos tres días deliciosos de compras.” “¿Visitaron los museos? ¿Fueron al campo?” “Por supuesto que no, y puedes agregar a todo lo que te he dicho que no me gusta ni el arte ni la natu­raleza.”

♦La resistencia de García Márquez a los periodistas es bien cono­cida, y en este caso significó mucha persuasión y varios meses de espera.
"Mira, yo no tengo absolutamente nada contra los perio­distas. Hice ese trabajo y sé lo que cuesta. Pero si en esta época de mi vida contesto todas las entrevistas que me quieren hacer no podría trabajar. Además, ya se queda uno sin nada que decir. Sabes..., me he dado cuenta que justamente por mi simpatía por los periodistas las entrevistas han terminado por ser para mí una especie de género de ficción. Para que el reportero tenga algo nuevo que llevar se busca cómo dar a la misma pregunta una respuesta distinta. Ya no se dice la verdad y la entrevista deja de ser periodismo para convertirse en una novela. Es crea­ción literaria, ficción pura.

No me opongo a la ficción como una parte de la realidad..."
[...]
-¿En qué forma afectó tu vida personal el éxito de Cien años de soledad? Recuerdo que en Barcelona dijiste: “estoy cansado de ser García Márquez”.
Es que me ha cambiado la vida. No sé dónde me pre­guntaron cuál era la diferencia entre antes y después de ese libro y dije que después “hay siempre como 400 personas más”. Es decir, antes sólo tenía mis amigos, ahora hay además una enorme cantidad de gente que me quiere ver, quiere hablar conmigo: periodistas, universitarios, lectores. Cosa curiosa... muchísimos lectores no tienen interés en hacer preguntas, sólo quieren hablar sobre el libro. Eso, que es muy halagador, lo es caso por caso; pero va sumados se convierten en un problema en la vida de uno. Me gustaría complacer a todos, pero como no es posible tengo que estar haciendo perradas. . . , ¿verdad? Diciendo, por ejemplo, que me voy de una ciudad cuando en realidad lo que hago es cambiar de hotel. Esas son las cosas que hacen las ve­dettes, algo que siempre he detestado, y yo no quiero estar en el caso de la vedette, es una imagen que me molesta mucho. Hay, además, un cierto problema de conciencia por estar burlando a la gente y sacándole el cuerpo... ; pero tengo que hacer mi vida y llega un momento en que digo mentiras. Bueno, esto lo reduz­co a una frase que es más cruda de como tú la dices. Yo digo: “estoy de García 

Márquez hasta los cojones”.[...]
Fragmentos referidos explícitamente a "Cien años de Soledad"
¿No te interesa la opinión de los críticos?
Me interesaba mucho al principio, ahora, bastante me­nos. Encuentro que han dicho pocas cosas nuevas. Hubo un momento en que dejé de leerlas porque en cierto modo estaban condicionando —y de algún modo me estaban diciendo— cómo debería ser mi próximo libro. Una vez que los críticos racionali­zaban toda mi obra yo iba descubriendo cosas que no me conve­nía descubrir. Mi trabajo dejaba de ser intuitivo.

Melvin Maddocks, de Life, dijo de Cien años de soledad: “Es la intención de Macondo ser tomado como una especie de cuento surrealista de Latinoamérica? ¿O es que García Márquez lo in­tenta como una metáfora para el hombre moderno y su sociedad enferma?”
No es nada de eso. Yo quise exclusivamente contar la historia de una familia que durante cien años hizo todo lo posible por no tener un hijo con cola de cerdo v, precisamente, por las medidas que tomaron por no tenerlo terminaron teniéndolo. En síntesis, ese es el argumento. del libro, pero eso de simboli­zar... pues, nada. Alguien que no es crítico decía que proba­blemente el interés que el libro había despertado era porque por primera vez se cuenta realmente la vida privada de una familia de la América Latina..., entramos al dormitorio, al baño, a la cocina, a todos los rincones de la casa. Por supuesto, yo nunca me dije “voy a escribir un libro que tenga interés por todo eso”, pero una vez escrito, y cuando me lo dicen, pienso que a lo mejor tienen razón. Al menos este concepto es interesante, y no toda esa mierda del destino de los hombres, etc.

Pienso que un tema que predomina en tu obra es el de la sole­dad.
Es sobre el único tema que he escrito, desde el primer libro hasta el que estoy escribiendo, que es ya una apoteosis del del tema de la soledad; el del poder absoluto, que es lo yo considero debe ser la soledad total. Es un proceso que vengo tratando desde el principio. El del coronel Aureliano Buendía —el de sus guerras y el de su marcha hacia el poder— es verda­deramente una marcha hacia la soledad. Todos los miembros de la familia no sólo están solos -lo he dicho muchas veces en el libro, tal vez más de lo que hubiera debido- sino que es la anti­solidaridad, inclusive, de los que duermen en la misma cama Pienso que los críticos que más han acertado son los que han llegado a la conclusión de que todo el desastre de Macondo —que es también un desastre telúrico— viene de esa falta de solidari­dad, la soledad de cada uno tirando por su cuenta. Eso ya es entonces un concepto político, y que lo sea me interesa. Dar a la soledad un contenido político como yo creo que debe ser el contenido político.

¿Había, al escribirlo, la intención consciente de dar un mensaje?
Nunca pienso en dar ningún mensaje. Tengo una for­mación ideológica y no logro —ni quiero, ni trato— salir de ella. Chesterton decía que él era capaz de explicar el catolicismo partiendo de una calabaza o de un tranvía. Creo que uno puede escribir Cien años de soledad, un cuento de marineros, o descri­bir un partido de futbol y siempre habrá un contenido ideoló-gico. Són los lentes ideológicos que uno tiene puestos y que sirven para explicar, no en este caso el catolicismo, pero otra cosa que no sé qué será. No hay en mí el propósito preconcebido de decir en un libro esto o aquello. Me interesa exclusivamente la conducta de los personajes, pero no lo que esa conducta pue­da tener de ejemplar o reprochable.

¿Te interesan los personajes desde el punto de vista psicoanalítico?
No, porque necesitaría una formación científica que no tengo. Sucede al revés. Desarrollo mi personaje, y lo trabajo, cre­yendo valerme solamente de elementos poéticos. Una vez que el personaje está armado, algunos profesionales me dicen que es un análisis psicoanalítico. Me encuentro entonces con una serie de bases científicas que no tengo y que jamás he soñado. En Buenos Aires —tú sabes que es una ciudad de psicoanalistas— ­algunos hicieron una reunión para analizar Cien años de soledad. Llegaron a la conclusión que era un complejo de Edipo bien sublimado y no sé cuántas cosas más me dijeron. Encontraron que los personajes —desde el punto de vista psicoanalítico— eran perfectamente coherentes, casi parecían casos médicos.

También hablaton de incesto...
A mí lo que me interesaba era que la tía se acostara con el sobrino, no las raíces psicoanalíticas del hecho.

No deja de ser extraño que siendo el machismo una de las idiosincrasias de la sociedad latinoamericana sean en tus libros las mujeres de personalidad fuerte, estable o —como tú mismo has dicho— masculinas.
Eso no era consciente en mí, me lo han hecho ver los críticos que me han creado un problema porque ahora me es más difícil trabajar con ese material. Pero no cabe duda que es la fortaleza de la mujer en la casa -en la sociedad como está establecida, particularmente en la América Latina- la que per­mite que los hombres se lancen a toda clase de aventuras quimé­ricas y extrañas que es lo que hace a nuestra América. Esa idea me vino de unos episodios reales que contaba mi abuela de las guerras civiles del siglo pasado, que más o menos equivalen a las guerras del coronel Aureliano Buendía. Me contaba que Fu­lano de Tal se iba a la guerra y decía a su mujer: “tú verás qué ha­ces con tus hijos”, y la mujer, durante un año o más, era la que mantenía la casa. Al tratarlo literariamente yo veo que si no fuese por las mujeres que se hicieron cargo de la retaguardia no hubiera habido las guerras civiles del siglo pasado que son importantísimas en la historia del país.

¿Es eso una indicación de que no eres antifeminista?
Lo que sí soy, definitivamente, es antimachista. El ma­chismo es cobardía, falta de hombría.

Volvamos a los críticos. Sabrás que algunos han insinuado que Cien años de soledad podría ser un plagio de La La Recherche l’Absolu, de Balzac. Günter Lorenz lo sugirió en la reunión de escritores en Bonn, en 1970. Luis Cova García, en la revista hondureña Ariel, publicó el artículo “Coincidencia o plagio”, y una especialista en Balzac, la profesora Marcelle Bargas, en Pa­rís, hizo un estudio de las dos novelas e hizo notar que los vicios de una sociedad y de una época realzados por Balzac habían sido trasladados a Cien años de soledad.
Es curioso, alguien que sabía de este comentario me mandó el libro de Balzac, que yo no había leído. Como ahora no me interesa Balzac —si bien es sensacional y leí todo lo que pude en su momento— lo miré por encima. Me llamó la atención porque decir que una cosa viene de la otra es bastante ligero y superficial. Inclusive, aunque esté dispuesto a aceptar que sí, que lo había leído antes, que inclusive decidí plagiarlo, lo que po­dría haber en mi libro de La Recherche serían unas cinco pági­nas, y en última instancia un personaje, el alquimista. Bueno, fíjate, cinco páginas y un personaje contra 300 páginas y unos doscientos personajes que no son del libro de Balzac. Creo en­tonces que los críticos deberían buscar 200 libros más para ver de dónde salieron los otros personajes. No tengo, además, ningún temor al concepto de plagio. Si mañana tuviese que escribir Romeo y Julieta lo haría, y creo que sería estupendo poder vol­verlo a escribir. Edipo rey, de Sófocles, un libro del que he hablado mucho y pienso que es el fundamental de mi vida, desde que lo leí por primera vez me ha asombrado por su absoluta perfección. En una oportunidad encontré en un lugar de la costa de Colombia una situación muy cercana a lo que es el drama del Edipo rey, y estuve pensando en escribir algo que se llama­ra Edipo alcalde. En ese caso no me hubieran dicho que era plagio porque empezaba por decir que era un edipo. Me parece que este concepto de plagio ya se va acabó. En Cien años de soledad yo mismo puedo decir dónde creo encontrar Cervantes, Rabe­lais —no en cuanto a calidad—, sino por cosas que he agarrado y puesto ahí. Pero también puedo decir, linea por línea —y este es un punto al que nunca llegarán los críticos— de qué episodio o de qué recuerdo de la vida real viene cada una. Es una expe­riencia muy curiosa hablar de estas cosas con mi madre porque ella sí recuerda el origen de muchos episodios y, naturalmente, es más fiel narrador que yo porque no lo ha elaborado litera­riamente.

-¿Por qué no los escribes cuando se te ocurren?
Si estoy escribiendo una novela no puedo estar mezclando, no puedo sino trabajar en ese libro aunque me lleve más de 10 años.
-Has dicho en una oportunidad: “Yo soy escritor por timidez. Mi verdadera predisposición es la de prestidigitador, pero me ofusco tanto tratando de hacer un truco que he tenido que refugiarme en la soledad de la literatura. En mi caso ser escritor es un hecho descomunal porque soy muy bruto para escribir.”
Qué bueno que me leas eso. Eso de que mi verdadera vocación es la de ser prestidigitador corresponde de exactamente a todo lo que te he dicho. Me encantaría tener éxito en los salones contando cuentos, como el prestidigitador lo tiene sacando conejos de un sombrero.
-¿Cuál es el punto de partida de las novelas?
Una imagen que es totalmente visual. Imagino que hay escritores que empiezan con una frase, una idea o un concepto. Yo sólo parto de una imagen. El punto de partida de La hojarasca es un viejo que lleva a su nieto a un entierro; El coronel no tiene quien le escriba, un viejo esperando; el de Cien anos, un viejo que lleva a su nieto a un circo para conocer el hielo.

-Todas empiezan con un viejo...
La imagen protectora de mi infancia era un viejo; mi abuelo. A mí no me criaron mis padres, ellos me dejaron en casa de mis abuelos. Mi abuela me contaba cuentos y mi abuelo me llevaba a ver cosas. Entre eso se fue haciendo mi mundo. Ahora me doy cuenta que siempre veo la imagen de mi abuelo mostrándome cosas.

-¿Cómo se desarrolla esa primera imagen?
La dejo cocinando..., no es un proceso muy conscien­te. Todos mis libros los he pensado por muchos años. Cien años por 15 o 17 años, y el que estoy escribiendo lo empecé a pensar hace mucho tiempo.

-¿Cuánto tiempo lleva escribirlos? (REFIERE A CIEN AÑOS DE SOLEDAD)
Es más bien rápido. En menos de dos años —que creo es buen tiempo— escribí Cien años de soledad. Antes escribía siempre cansado, en las horas libres que me dejaba otro trabajo. Ahora, ya que no tengo la presión económica y no tengo nada más que hacer que escribir, quiero darme el lujo de hacerlo cuando quiero, por impulsos. El libro del viejo dictador que vive 250 años lo estoy trabajando de otro modo, dejándolo para ver por dónde se va él solo.

-¿Corriges mucho lo que escribes?
He ido cambiando. Mis primeras cosas las escribía de un solo tirón y después corregía mucho sobre el papel, sacaba copias, volvía a corregir. Ahora me queda algo que creo es un vicio. Voy corrigiendo línea por línea a medida que voy trabajando, de manera que cuando termino una hoja ya estás casi lista para el editor. Si tiene una mancha o una equivocación ya no me gusta.
-Has mencionado que siempre escuchas música...
Me gusta mucho más que todas las demás manifestacio­nes del arte, aún más que la literatura. Cada día que pasa la necesito más y tengo la impresión de que actúa en mí como una droga. Cuando viajo siempre llevo conmigo una radio portátil con auriculares y tengo el mundo medido por los conciertos que puedo escuchar; de Madrid a San Juan de Puerto Rico se oyen exactamente las Nueve Sinfonías de Beethoven. Recuerdo que viajando con Vargas Llosa en tren por Alemania —un día de mucho calor y que estaba de muy mal humor—, en un momento, tal vez inconsciente, me aislé para escuchar música. Mario me dijo después: “es increíble, te ha cambiado el humor, te has tran­quilizado.” En Barcelona, donde donde tengo la oportunidad de tener un equipo completo, me ha pasado, en días en que estaba muy deprimido, de escuchar música desde las dos de la tarde hasta las cuatro de la mañana sin moverme. Mi pasión por la música es como un vicio secreto del que casi nunca hablo. Forma parte de lo más profundo de mi vida privada. Yo, que no tengo nin­gún apego a los objetos —los muebles y cosas de la casa no los considero míos sino de mi mujer y de mis hijos—, lo único que quiero son los aparatos de música. La máquina de escribir la necesito, pero por mí la tiraría. Tampoco tengo biblioteca. Libro leído lo tiro, lo voy dejando por todas partes.


[..]
"yo creo si un escritor tiene que escoger para vivir entre el cielo y el infierno, escogerá el infierno: hay mucho más material literario."[...]



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